viernes, 11 de octubre de 2013

por vic fantastique

"Yo no pensé que podía escribir.

Empecé cuando era muy chica; llenaba decenas de cuadernitos de sentimientos, de preguntas, de teorías. Escribía en clase mientras las profesoras hablaban y soñaba con el terror de que me sacaran el cuaderno y pretendieran leer algo en voz alta para humillarme. Demasiadas películas, a las profesoras del Lenguas Vivas poco les importaba si la negrita del fondo escribía pelotudeces en un cuaderno o tomaba interesantes notas acerca de su clase.
Los cuadernos pasaron a ser grandes. Aparecieron personajes, historias, locaciones desconocidas. De pronto, una canción disparaba la necesidad de escribir el guión de la vida de una persona que estaba viviendo bajo la banda sonora original que yo estaba escuchando. Y entonces surgieron las ciudades imaginarias. Yo conocí las rutas y los moteles, me senté en las cafeterías, viajé en metros, tomé micros, armé bolsos, me revolqué con hombres y me emborraché en bares para la desnudez... todo, sentada en la silla de mi habitación, todo, desde mi dulce cama con cortinas, una cama de princesa regalada por mi mamá al cumplir 15.
Yo jamás había salido de Buenos Aires, pero ya conocía el mundo entero.
Lo que necesitaba era que todos los demás pudieran conocerlo, que pudieran ver lo que pasaba afuera, lo que pasaba en ese adentro/afuera, con sus propios ojos.
Entonces empecé a escribirlo, aunque nunca jamás nadie me leyera, aunque mis historias quedaran en el cajón, aunque mi visión de Norteamérica, de Londres, de todos los moteles, las rutas, los aeropuertos, los hombres y las mujeres perdidos, no se parecieran para nada a la realidad. Aunque desde mi oscura cama con cortinas fuera todo una fábula, una mentira, un sinsentido; para mí, era real.
En esa habitación, durante años dormí con un pedazo de espejo roto con punta filosa debajo de mi colchón, también guardaba una garrafa de sifón vacía: si alguien entraba por la ventana a atacarme, tenía la defensa lista.
Durante años tuve una mochila preparada con ropa y víveres necesarios por si tenía que huir.
Durante años hice listas de lo que no debía olvidar si tenía una emergencia de vida o muerte.
Así era la mente de alguien que vivía en su imaginación. Será que a veces, es más fácil vivir en ese motel inventado que en la propia habitación.
Mi imaginación fue mi droga, fue mi evasión y salvación.
Hablé conmigo misma y mis personajes; organicé fiestas, almorzamos, merendamos, pasamos la noche juntos. Por las noches sacábamos el colchón por la ventana a la terraza y mirábamos el cielo: las antenas y sus luces rojas. Las estrellas, algún avión.
No puedo imaginar una adolescencia mejor.
Soñé letras, viví letras, comí letras, vomité letras.
Una vez intenté morir letras.

Pero jamás pensé que de verdad podía escribir.

Hoy, 17 años después de esas noches, pongo una canción, me subo a los aviones, visito las ciudades, toco a estos hombres y mujeres, y me siento a escribir nuevamente.
Todo sigue igual, menos una cosa.
Alguien me lee.
Alguien se sube a bordo de las letras y elige viajar. Alguien visita mis oscuros palacios, alguien trepa a la torre más alta, alguien acaricia mis perros, llora mis penas, ríe mi estupidez.

Entonces quizás sí puedo escribir.

Y me largo a llorar. ¿Por qué? Porque no se puede dejar de tener 15 años, no se puede dejar de tener 6, de tener 25, de tener 32. Porque tengo todas las edades juntas, porque soy todo lo que fui, porque soy todo lo que soy.
No quiero darles las gracias por leerme: quiero regalarles mi vida, quiero que me coman de a pedazos, que me desintegren, que me respiren, que me vean tal cual soy. Quiero que tiemblen de emoción, que se alejen con asco, que cierren los ojos, que vivan ESTE hoy.

Toda la vida soñé con visitar el motel. Subirme a un auto con mi perro y manejar con un pequeño bolso por una ruta norteamericana, parar en un motel mugroso y oscuro, con carteles de neón. Me sentaría en la cafetería de al lado y pediría algo grasoso, guardaría un poco para mi perro, escribiría en un cuaderno mientras en la tele dan algo que no me interesa.
Y sonaría una bella canción.

Sin embargo, no conozco Estados Unidos. Hay algo en su cultura que me asquea y me molesta, como un principio imbécil que no me permite pedirles su inmunda visa y su permiso real para pisar ese bendito suelo y finalmente llegar a mi asqueroso motel.
No me importan sus puentes, sus ofertas, su estatua de la libertad, no quiero sus casinos, ni sus Canyones, solo quiero llegar al motel, emborracharme hasta caer rendida en la cama: que las cortinas sean horribles, que el baño funcione mal, escaparme del conserje que odia a los perros, despertarme a la mañana siguiente con resaca y comprar un jugo de 20 litros en un botellón.
Manejar un auto arruinado y escribir.

Escribir.
Y que alguien lo lea."

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