viernes, 11 de octubre de 2013

en concordia por Ale

Ahora que recuerdo...
Nunca entendí por qué aquella ventana nunca se abría.
Era chico. Muy chico. 
No tenía capacidad alguna de interpelar para descifrar mi enigma, a los seres que habitaban ese gigantezco cosmos de encierro; entonces los dejaba pasear a mi alrededor, cada uno en su mundo. Supongo que yo en el mío. 
Pero si cierro los ojos puedo verme allí, en la penumbra, abrazado a los barrotes de mi jaula con la cabeza colgando hacia afuera, mirando como el sol de la mañana entraba desde la calle, por los ínfimos y supremos agujeritos de esa persiana que estaba siempre cerrada.
Cada rayo de sol, filtrado, imprimía un halo que no conforme con iluminar, se regodeaba de entremezclar ácaros en su camino, que por un instante se desvanecían al estirar mis brazos y agitar el aire con una caricia.
A mi me gustaba pensar que eran hadas. Que alguna de ellas se apiadaría de mi y me adoptaría como pupilo de sus sapiencias, e incluso de sus artimañas. Yo podría volar, sería libre; escaparía cual Dédalo hacia arriba, ladeándome a través de la expandida ingratitud de ese sol con sus eternas ansias de hacerme caer; tomaría de la mano a mi mentora y atravesaríamos el cielo falso, o moriríamos en el intento, como moscas contra la luz.
Al menos ya no estaría solo en mi mono-ambiente.
Afuera, el mar de tinta.
La otra teoría sobre aquellos bichitos que habitaban los rayos del sol (yo no sabía lo que eran por entonces...), solía ser mucho mas mística aún.
Con tan poco suelo, tan poca calle, pero con un poco de Universo almacenado de algún pasado anterior, logré elucubrar que eran almas; errantes almas que vagaban en busca del envase al cual habitar por, como mucho, unos 80 años de la era moderna. O ángeles.
Y que si algo malo fuera a ponerme en peligro en su presencia, caerían en picada sobre el enemigo, a aturdirlo con el filoso y agudo rigor de la ira de sus violines para protegerme.
Otro elemento que edificaba sensaciones en aquella penumbra, era el perfume del lugar. Se combinaba el olor a naftalina del sillón simple...
Stop.
Perdón.
He desviado la atención del punto de quiebre del dilema de mi relato.
¿Cuán distante será el cielo?
¿Cuánto el brillo de la sala en el profundo mar de un desvelo?
Un punto fijo, poco ortodoxo, pero que te saca de allí. Un punto fijo, de la nada en la que flotamos a deriva de la vela del tiempo.
A la espera de un NoSabemoBienQué, pero con sabor a miel.
Sentirse perdido, o no encontrado en uno mismo, tal vez pueda ser una buena cura de la quietud

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